La noche abre sus fauces negras,
y un grito sin dueño
se arrastra por las venas del silencio.
Los monstruos no tienen rostro,
solo uñas que arañan la luz,
y me persiguen por corredores
donde el tiempo se pudre.
Corro entre espejos quebrados,
cada reflejo es mi cadáver,
y las campanas, como huesos,
golpean el aire muerto.
Un caballo rojo surge del polvo,
con ojos de sangre y hambre,
me llama con relinchos
que desgarran la piel del sueño.
Pero despierto,
y en mi almohada late un gusano,
que me susurra:
«Nunca saldrás del bosque».
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